Aquel
siniestro día las gotas de sudor resbalaban por mi cara a chorros mientras
exhalaba bocanadas de vaho que salían de mi jadeante boca en el frio del
invierno. Al menos todo había terminado. Así pensaba. Acabé con la vida de
Madame Lauren de una vez y por todas clavándole en múltiples ocasiones el
cuchillo, con el que se descuartizaban los pollos, encima de su prominente y
hermoso pecho, donde pensaba podría hallarse su corazón.
Madame
Lauren era mi esbelta y agraciada esposa desde hacía casi dos años; dos insoportables
años, cuando motivado por una obsesión enferma que Eros plantó en mi corazón le
pedí su mano frente al Sena con una copa de vino en la mano y par más en
nuestros juicios. Nos comprometimos poco tiempo después de acabada nuestra
juventud, el cuerpo de mi futura esposa era en ese entonces tan hermoso y
sublime como un atardecer, lleno de colores y sensaciones encantadoras. Lo más
bello de su figura era definitivamente su cara. Sus suaves rasgos, su delgada
nariz respingada, su tez lozana de la frente y los pómulos que fácilmente se ruborizaban,
sus sensuales labios; gruesos y suculentos. Pero, lo que más resaltaba del
rostro eran sus ojos. Mi adorada había nacido con una extraña anomalía que
afecta a muy pocos seres llamada heterocromía. La anomalía consistía en una
peculiar clase de mutación en la que el iris de los ojos resulta de diferentes
colores, en su caso, su ojo izquierdo revelaba un azul claro: muy puro y
profundo como el mar mismo. Por otra parte, el ojo derecho manifestaba un color
rojo en el que brillaba como un rubí la pasión y la furia de su fuerte carácter.
El
devenir de nuestra relación cambió gradualmente desde el primer año de casados.
Las costumbres, hábitos y forma de ser de mi amada se convirtieron en agudos y
profundos clavos que se cernieron sobre mi espíritu cual dama de hierro,
agobiándolo y abrumando mi existencia.
Podrán
pensar que estoy loco, pero en realidad estoy tan cuerdo como todos, aun mas,
pienso que mi fuerte razonar me llevó a actuar como lo hice. Lo que más odiaba
de Madame Lauren era algo que observaba y ocurría solamente en nuestro lecho.
Llegada la noche, después de disfrutar de la cena y en múltiples ocasiones de
expresar nuestro amor como pareja explotando en la lujuria de la carne, nos
abrazaba con sus férreas manos el canto de Morfeo.
Nunca
fui bueno para descansar. Mi agitado e insaciable espíritu me incitaba a
continuar despierto incluso por horas. Para mi amada era diferente, cuando su cabeza
se posaba en la suavidad de las plumas, se entregaba casi de manera inmediata a
un sueño profundo del que despertaba solamente al salir el sol. Empero, aunque dormía,
mantenía siempre abierto y vigilante su ojo derecho. ¡Aquel maldito ojo!,
¡Aquel endemoniado ojo rojo! Me escrutaba inamovible, me torturaba
incesantemente con una mirada muerta pero impetuosa.
Parecía
que mientras dormía, el ojo se separaba del apacible cuerpo de mi amada cuya
silueta descansaba deiforme como si fuera la Venus de Urbino, hermosa,
perfecta. Pero aquel ojo. Su iris me transportaba a las llamas del propio
Hades, ¡Rojo!, enfermizo, quemando mi psiquis día tras día, alejándome siempre
de mi anhelado descansar.
Pasado
el tiempo, tanto mi alma como mi cuerpo empezaron a degradarse debido a la
falta de sueño. Me envolvieron entonces desvariaciones del pensar en las que
confundía mis sensaciones; los colores, olores, sabores, sonidos y hasta el
tacto de las cosas sin importar lo puros, dulces, armónicos o suaves que
fueran. Me confundían y enfadaban sin razón aparente. Me pareció además, que mi
debilidad era proporcional al fulgor con que incesablemente brillaba el fuego
de mi maldición. Cada noche, el ojo parecía más presuntuoso, incluso más vivo y
aislado del resto del cuerpo de Mon Amour.
Pronto concluí que de no actuar, la energía que el creador me había consagrado
pasaría a ser parte de la incesante llama que atormentaba mis noches.
Una
noche, guiado por mi malacostumbrado insomnio, me encontré bajando las
escaleras que dan al sótano. En su interior, la penumbra de la oscuridad del
recinto ahogaba totalmente la tenue luz de la luna, sin embargo, un resplandor sobrenatural
llamaba a lo lejos mi atención. Me acerque con paso firme, como si la luz cada
vez más intensa me llamara. Escuchaba en mi cabeza una grave voz,
incomprensible, fuerte. Balbuceaba palabras extrañas y risoteaba con potentes
sonidos que helaban mi sangre pero vigorizaban mi ánimo. Cuando estuve lo
suficientemente cerca, me encontré cara a cara con el antiguo horno de
cubilote. Aunque las largas noches confundían mi pensar, parecía recordar que
aquel horno no recordaba que aquel horno hubiera funcionado alguna vez. Mi
solución era clara.
Decidí
entonces que aprovecharía la próxima festividad, cuando los criados estuvieran
danzando y embriagándose, para cometer el terrible acto. Tarde en la noche,
cuando el ruido de la fiesta estaba a tope y mi amada, o al menos ella sin
contar con su endemoniado ojo rojo, dormía, saqué de debajo de mi almohada el
cuchillo que a escondidas había guardado previamente. Luego, pidiendo perdón a
los cielos, clave hasta el cansancio el cuchillo en el desnudo pecho de mi
amada mientras con la otra mano tapaba su boca para ahogar los gritos de horror
con los que despertó.
Lo
primero que hice, y debo admitir me proporciono una inmensurable paz, fue
cerrar asqueado y con odio sus parpados para dejar de ver aquel símbolo que
representaba mi cruz, por la que tanto tiempo me convertí en mártir de mi destino.
Procedí entonces a incinerar las sabanas ensangrentadas con las que sequé lo
más que pude el lacerado cuerpo. Entre nuevamente en nuestra habitación
matrimonial después de buscar una sierra y una manta. Me dispuse a descuartizar
el cadáver, pero cuando me acerque, una tenue luz llamó mi atención… ¡Su ojo!
Estaba abierto. Solamente su ojo derecho, pero estaba totalmente abierto. Lo
cerré nuevamente presuroso, abatido por los tormentos incesables que en mi
causaba.
Después
de colocar el cuerpo sobre la manta separé las extremidades con la sierra
recordando mis clases de anatomía básica y los libros de medicina leídos en mi
juventud. Lo desmembré en menos de dos horas dejando por ultimo su cabeza.
Antes de cortar el cuello, obligándome a mirar su cara lo volví a ver: Me
miraba fijamente. Tenía la sensación de que me observaba mientras yo,
inútilmente, intentaba acabar con él. -¡Maldito seas, eres el fuego del demonio
de mi corazón, te alejare de mi para siempre!-.
Por
última vez, invadido por una furia incontrolable, cerré el ojo y tiré la cabeza
a la manta que había conseguido. Hábilmente envolví todo y baje las escaleras
cargando en mi hombro los vestigios del amor que había aniquilado. Descendí
hasta el sótano agotado por el peso de mis pecados, la música en el exterior y
los gritos seguían confirmándome que todavía quedaba en mí una pizca de
correcto razonar. Me acerque a la caldera y lancé los restos al fuego colocando
la llama al máximo.
Por
alguna extraña suerte del azar, o alguna maldición incomprensible por la
limitada razón humana, quise mirar, aprovechando la rejilla de la caldera, lo
que quedaba de mi amada. Al principio me costó acercarme. El calor de la espesa
gasolina mezclada con la viscosa sangre
ardiendo me alejaba como una barrera invisible de la rejilla, sin embargo, algo
en mi espíritu me empujaba más y más…
… Los
horrores que vi en las llamas de la caldera son indescriptibles y me
atormentaran hasta mi último día en este mundo. Sé que mi desesperado acto no
logró nada. Lo sé porque mi vigor sigue desvaneciéndose. No he logrado separar
la noche del día, vivo situaciones incomprensibles y actúo de acuerdo a
complejos raciocinios que me llevan a extrañas conclusiones. Escribí mi
historia, aprovechando efímeros lapsos de cordura, pues últimamente he sufrido
de fiebres que me hacen delirar. Vivo en el infierno, cada vez que cierro los
ojos, en mis sueños, él siempre está ahí. La única diferencia, es que ahora mi
amada no yace a mi lado mientras él me observa, ¡Nunca más!