miércoles, 28 de septiembre de 2016

La puerta del diablo

Tiempo atrás, en la conquista española, cuando se derramaron ríos de sangre casta y aún más de abolengo aborigen, los desesperados nativos recurrieron a todo tipo de métodos para salvar sus despreciadas vidas. Algunos de ellos se defendieron en batalla con primitivas armas, con el conocimiento de simples estrategias de caza de animales salvajes y de las tierras labradas por sus pajizas manos. Otros decidieron huir; tomaron rutas hacia grandes mesetas difíciles de escalar, pueblos alejados del mar y de los imponentes navíos reales, enormes bosques frondosos y tupidos de vegetación: dédalos de robustos árboles. Sin embargo, hubo algunos otros que entregaron su existencia a artes más oscuras.


Inconformes con el dios impuesto por los nuevos gobernadores, hallaron refugio en plegarias paganas. No adoraron al río ni al viento, ni la montaña, ni las nubes, la luna y las estrellas, ni siquiera al todopoderoso sol que ahora alumbraba sus espantosos últimos días. Sus oraciones y fe se inundaron con el miedo y terror al régimen impuesto, con el odio y la venganza hacia sus impositores, con rencor, resentimiento y enemistad. Este dios de la muerte al que tanto rezaban los escuchaba cada que llegaba a ellos la noticia de extranjeros muertos: Asesinados de manera cruel y despiadada; empalados, decapitados, despellejados y previamente torturados con el uso de las más macabras técnicas de sufrimiento humano. Los cuerpos de estos forasteros que perpetraban antinatura en las pacíficas tierras de los indígenas eran apilados, cercenados e incinerados en rituales con los que los locales esperaban bendecir su destino.


Estas prácticas y muchas otras similares se propagaron por el nuevo continente en busca de autoridad, de supremacía y potestad, intentando romper con el paradigma de sumisión y esclavitud que los hombres de acero imponían con pólvora y afiladas hojas.


Fue en un pequeño pueblo a la orilla del río Cauca, más o menos a la altura de lo que ahora es Yumbo, en donde el fanatismo por estos rituales cobró mayor auge. El chamán de turno, ávido de aptitudes de convencimiento, comunicación asertiva y argumentación impecable, sembró en su comunidad una creencia tan poderosa que hubo de convertirse en factor indispensable para la vida de la tribu. No está de más aclarar que aparte de ser un excelente charlatán, llevaba, siempre a su diestra, la sombra de la buena suerte. Las liturgias realizadas terminaron con victorias en batalla, con hallazgos de fétidos cuerpos de atacantes moribundos o hasta difuntos, con infectadas heridas provocadas por las trampas de caza.


Con la colaboración de todos y cada uno de los integrantes de la comunidad, erigieron una gran iglesia para que el sacerdote pudiera realizar sus rituales en tierra santa. La construcción se hizo sobre el lugar que siempre utilizaban para convertir en cenizas los desmembrados cuerpos de sus contrincantes. Empezaron por construir un primer piso en barro y madera, con grandes huecos rectangulares que hacían las veces de ventanales y servían para disipar el humo y el olor a carne quemada. El techo lo hicieron fundiendo el metal de las armas y armaduras de los cuerpos que desvestían, lo edificaron de manera circular y con un gran hueco en el medio cuál chimenea gigante. El exterior de la casona lo pintaban con la sangre de los muertos, dibujaban con ella símbolos que el capellán indicaba correctos; ojos deformes, cuervos y lobos (animales de la noche), máscaras con rostros que parecían gritar de dolor, astros y constelaciones. El interior fue decorado por el mismísimo hechicero, utilizaba los restos de huesos y dentaduras de las víctimas quemadas para adornar el lugar pegandolos en las paredes sin orden ni forma alguna. Pero, lo más tétrico era la puerta de entrada a la capilla.


La puerta cimentada era de madera, pero estaba revestida con el cabello arrancado a las víctimas de las horripilantes batallas. Era como una gran alfombra de pelo bañada en sangre de los pedazos de piel que no se habían desprendido por completo. El pomo era una mano empuñada cortada con un fino golpe a la altura del antebrazo.  Además, clavaban en ella los ojos de los más grandes tenientes y comandantes de los ejércitos enemigos. Dicen que cuando los rituales empezaban, se podía ver los ojos llorar al ritmo del canto del chamán, se escuchaban escalofriantes gritos de los infortunados que eran quemados vivos, gritos que helaban la sangre y flagelaban el valor de los soldados capturados.


Se dice que se escuchaba la voz del clérigo resonando por lo alto, una voz gruesa con palabras ininteligibles, un ritual de adoración al mismísimo dios de la muerte, que con las llamas, alimentaba el bienestar del pueblo. La liberación de las almas en forma de humareda terminaba normalmente en tempestad y tormenta de fuertes rayos que hacían temblar la tierra. Algunos oriundos del valle, todavía escépticos, clamaban la fuerza de un dios superior, un dios bondadoso y solidario que lloraba incansablemente por el inaprobable actuar de sus compañeros.


Con el pasar del tiempo y el indómito azar, el nombre del  Chamán ganó reputación hasta llegar a las cotilleras lenguas de unos clanes en los farallones, Dagua, San Juan e incluso algunos otros cerca al Pacífico. No hubo entonces que esperar mucho hasta que los conquistadores de la península sintieran curiosidad por la que ahora llamaban Tery Halichu, o en español, la tribu del diablo.


A eso de la primera década del XVI, llegaron desde la costa de Castilla, más o menos lo que ahora sería Barcelona, veinte grandes buques de guerra, enviados por el renombrado Fernando II de Aragón, con el fin de someter de una vez y por todas el sur occidente del Pacifico. Bien sabía el rey acerca de la rebelión y las reacias costumbres de los indígenas de la zona. Además de enviar un mini ejército compuesto por tropas de cien a ciento cincuenta por hombres por barco, fuertemente armados y revestidos en armadura, con sus respectivos corceles de batalla y nobles escuderos; se dio a la tarea de poner al frente de los soldados al gran explorador y conquistador Martín Fernández de Enciso, quien apoyado por la bendición de la corona juró apoderarse de toda la zona hostil del Darien.


Con la determinación real que solo una familia de alcurnia siente pasar por sus azuladas venas, el general inició su estrategia de batalla haciéndose con los ríos y las rutas principales del valle. Mandó suficientes tropas, dependiendo de la cercanía y el tamaño de las tribus, a puntos estratégicos en los que acabaría con las provisiones y sometería con hambruna y violencia a los nativos del lugar.


Tras pasar al menos una decena de lunas llenas, miles de indígenas asesinados y con el control total del comercio de la costa hasta los Farallones, decidió actuar con mano firme, y, junto con quinientos de sus mejores hombres, cabalgó en su robusto lusitano en dirección al temido lugar donde habitaban los Tery Halichu.


La noticia del avance del ejército hacia la comunidad llegó a los oídos del cacique, quien, sin pensarlo, acudió al Chamán en busca de consejo. De acuerdo a sus visiones, duplicaron las trampas de caza comunes y los soldados camuflados en los bosquecillos del oeste, e idearon nuevos instrumentos y formas para menguar la fuerza de sus adversarios. Usaron carnadas de paja y arbustos envenenados para que los caballos murieran con estómagos hinchados, y, a las orillas de los ríos y riachuelos colocaron imperceptibles trampas de huesos afilados untados con excremento para que cualquier incauto que lo pisara perdiera la vida, o, como mínimo, una pierna llena de pus.


Tras la pérdida de un gran cargamento de alimentos en una pequeña encrucijada con un puñado de indígenas, cuando los soldados empezaron a pasar de caballería a infantería, y con algunos reclutas menos que tuvieron que tomar los garañones para volver a la costa a curar sus amputadas extremidades, más de un lugarteniente recomendó volver por tropas a la base. Sin embargo, la respuesta de Fernandez de Enciso fue: “nuevos soldados para nuevas trampas”, y con este lema marcharon insensatos los conquistadores sedientos de poder y gloria.


La reducida tropa de 200 militantes hambrientos y casi una centena de jamelgos famélicos llegó a la orilla del río Cauca, desde ahí se divisaban los simplones muros de roble de la tribu. Formaron un asentamiento improvisado con las pocas provisiones que tenían y algunas patrullas armadas con pedreñales. Decidieron esperar un día para que un par de caudillos hicieran reconocimiento de la zona, y mientras tanto planear una estrategia de combate. El resultado, fue el uso de tres ornamentadas bombardas sobre la puerta norte desde la que se veían algunas construcciones de chozas familiares y pequeños templos de la aldea.


La situación hubiera sido crítica para los aborígenes de no haber encontrado refugio en la suerte del diablo. Una de las armas de asedio explotó volando en mil pedazos y sacó de combate a casi una decena de soldados. Otra dejó de funcionar, al igual que casi todas las armas de pólvora, probablemente a causa de la fuerte tormenta que no paraba desde que sonó el primer cañonazo. Viéndose aventajados, más de la mitad de los hombres de hierro huyeron por donde habían venido, algunos murieron de hambre, otros acabaron enfermos y consumidos por la fiebre, y otros simplemente murieron asesinados en manos de los restos de los pueblos del oeste.


Un puñado de hombres junto con su capitán fueron capturados vivos y atados en hilera con improvisadas cuerdas de caucho. Se los llevo en frente de la inmensa puerta, en donde el llanto y las súplicas, acompañadas por ensordecedores truenos y fulminantes relámpagos, quebrantaron la voluntad del mismisimo capitan. Al principio, lo obligaron a mirar fijamente la puerta, mientras la estrepitosa voz del chamán conversaba y reía escalofriantemente con los espíritus. Las gotas de lluvia se decantaron por la puerta y daban la impresión de lágrimas sobre los inertes ojos.


Al cabo de un rato, lo separaron de sus compañeros y encerraron en una casona contigua al templo principal, lo amarraron fuertemente para que no pudiera mover ni un milímetro de su cuerpo, y, con la ayuda de dos instrumentos cóncavos de madera, sacaron sus ojos de las cuencas. Los gritos de desespero, más que de dolor, rompían el abrumador tronido de la naturaleza. Ligeros chorros de sangre segregaron de sus cavidades hasta su berrante boca, obligándolo a sufrir en silencio, y luego de ser vendado con una mugrosa tela, se lo llevó nuevamente con el grupo para esperar el momento final.


Es curioso cómo se comporta el cuerpo humano. La pérdida de unos sentidos agudiza la capacidad de otros. A pesar de los truenos y los llantos, Enciso escuchaba clara y fuertemente los rezos del sacerdote. Lo escuchaba conversando. Lo sabía porque preguntaba y obtenía respuesta de algo o alguien. Esa voz retumbaba en sus oídos como un fuerte martillo; era una voz aguda, chillona, estremecedora y horripilante. Poco después, el hechicero pregunto algo incomprensible para el oficial, la respuesta sonó en un tono placentero, y vino seguida por las carcajadas de ambas voces.


Los colonizadores fueron llevados dentro del gran templo, reunidos todos sobre y en torno a la seca madera. Escucharon voces que parecían provenir desde adentro de sus mismas cabezas, sintieron el calor del vaho en sus pescuezos y un fétido olor en sus narices. Empero, poco a poco las voces callaron, el vaho se convirtió en humo, y el fétido olor en carne quemada con el crepitar del fuego.

Dicen que unos años después, con un ejército mucho más grande y menos impulsivo, derrocaron a los Tery Halichu. Que la villa fue quemada por completo y derrumbado aquel macabro templo con el chamán adentro. Que la tierra misma se tragó los restos de la tribu y nunca más creció vida sobre ese suelo. Cuentan, los que ahora son campesinos de esas tierras: Que en las noches lluviosas, aquellos que no temen escarmiento alguno, que no creen el castigo divino ni en las represalias del destino, escuchan una aguda voz que los guía a las profundidades de una cueva dentro de la tierra, y que ahí, encuentran una enorme puerta llena de cabello y sangre. Que si se acercan lo suficiente, pueden ver los castos ojos de los antiguos capitanes, y una demacrada mano en forma de pomo. Incluso, los que se aproximan más, escuchan horrendos llantos y súplicas, con un olor a carne quemada, y dos enfermizas carcajadas.

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