domingo, 15 de mayo de 2016

La Piedra Azul: El Mito de Morfeo

“Más el padre, del pueblo de sus mil hijos, despierta al artífice y simulador de figuras, a Morfeo… quien lleve a cabo de la Taumántide lo revelado, el Sueño elige, y de nuevo en una blanda languidez relajado depuso la cabeza y en el cobertor profundo la resguarda.”

Ovidio, Las metamorfosis xi.633–649.

Prólogo

Hace miles de años, existió en un remoto bosque un hombre cuyos conocimientos sobrepasaban los límites del pensamiento humano. Vivía en una cabaña, en la punta de una secuoya gigantesca, precedida por infinitos escalones de madera; desiguales en su tamaño, posición y hasta constitución. Se dice que muchas personas venían de tierras lejanas a la secuoya para saquear los supuestos tesoros guardados por aquel hombre, pero nunca nadie terminó de subir hasta la punta del monstruoso árbol. Algunos lo vieron caminar por el prado con sus harapos viejos y sus zapatos gastados, con mirada taciturna y una peculiar sonrisa bohemia. Dicen que sus cabellos vestían el blanco y su barba se hincaba al piso en trémulo desorden. Su caminar era lento pero constante, siempre fue una inquietud para todos saber cómo aquel venerable anciano llegaría a su morada junto a las nubes. Afirman algunos, haberlo visto subiendo y subiendo durante largas jornadas, hasta que se perdía ante sus limitados ojos.

El anciano aparecía aquí y allá, charlaba con unos, reía con otros y bromeaba con todos. Nunca nadie le preguntó su edad, pero su delicado cuerpo aparentaba largos años de deambular sobre este mundo. Algo siempre peculiar era que el cano hombre abandonaba las tertulias minutos antes del anochecer, según él,  era malo para su salud. Algunos entrometidos lo seguían presurosos, pero siempre desaparecía entre los arboles con el azulado brillo del ocaso. El misterioso hombre rondaba de boca en boca; en los susurros de los cazadores y los chismes de sus señoras, en los cuentos de los viejos y en las inimaginables historias que se inventaban los pequeños.

Se le veía casi siempre en las mañanas a la orilla del río cetrino, llamado así por la gran cantidad de algas que coloreaban sus aguas. Se sentaba en una gran roca con las piernas cruzadas en posición de flor de loto, sacaba de su bolsillo una gran pipa de caoba ornamentada con múltiples figurillas y símbolos extraños, “lenguaje de elfos” solían decir los pequeños. Fumaba largas caladas y exhalaba círculos concéntricos que se perdían en el aire con el silbido del viento. Pasaba horas sentado ahí, en esa posición, repitiendo una y otra vez esta acción, y rellenando la pipa nuevamente cuando el tabaco se hubiera quemado.

En las tardes era impredecible. A veces iba al mercado a comprar enseres y chucherías, nunca demasiado, nunca suficiente. También, se le veía en el largo prado norte, que engullía al bosque y hacía las veces de falda de una pequeña montaña, en donde crecían flores de todos los colores y olores, se tumbaba en medio de ellas y con los ojos siempre abiertos disfrutaba del sol respirando profusamente. Otras veces, afanado por el impulso social, asistía a pequeñas trastiendas y se mezclaba en el juego de cartas de temporada, jamás bebía, jamás apostaba, pero siempre sabía de antemano quien ganaría.

Del mismo modo,  cabía la posibilidad de que simplemente desapareciera. Pasaban días, meses o hasta años en que se le dejaba de ver y se le daba por muerto, solo para encontrarlo al otro día tendido en medio de cientos de orquídeas.

Un día muy particular, en el que resoplaba fuerte el viento y crujían las hojas de los moribundos árboles, llegó el anciano con el cantar del gallo a la plaza del pueblo. Se le veía extraordinariamente feliz, su cara brillaba con determinación y sus ojos parecían fuego crepitante, deslumbrado ante todo lo que miraba. Deambulo de aquí para allá durante algunas horas y terminaron sus pasos dentro de una pequeña posada de mala muerte. Las personas comían todas mezcladas en viejas mesas hechas para cuatro, generalmente con individuos ajenos a sus amistades, . El longevo personaje se sentó bruscamente en una silla y saludo con un gesto cordial de la cabeza a sus tres acompañantes: Un cazador rendido por su trabajo mañanero, una prostituta algo enferma y aun más ebria, y un pequeño chiquillo de la calle, hambriento hasta los huesos. Los cuatro esperaban con ansias ingerir alimento para calmar sus carestías. 

Pasaron un par de minutos hasta que el anciano rasgó el silencio aclarándose vehementemente la garganta:
-Que débiles se ven muchachos, parece que la vida les departe tortuosos destinos que acaban con su espíritu- dijo, sonriendo y fijando la mirada brevemente en cada uno.

-No es de su incumbencia anciano, hacemos cosas que a su edad usted ya solo puede soñar- contestó malhumorada la prostituta. -¿Por qué no solo se limita a tragar lo que le traigan y dejarnos vivir en paz? O, si quiere molestar, molestese en curar mi resaca-

-Espera, no deberías hablarle así-, Interrumpió el cazador, -¿No ves que este pobre viejo solo quiere pasar sus últimas horas contándonos toda su vida en un almuerzo?. Ande viejo, diga lo que tenga que decir, más vale sea entretenido e interesante, tengo muchas cosas en que pensar.-

Sonriendo cordialmente por la “amabilidad” del cazador prosiguió el anciano: 

-No es una coincidencia que nosotros cuatro nos encontremos hoy aquí y ahora. Sé muy bien que es la primera vez que vienen a esta pocilga, así como también sé que fue lo que soñaron antes de despertar-. 

Dicho esto el cano hombre rebusco en sus bolsillos con toda la paciencia de la que sus interlocutores carecían. Habiendo encontrado lo que buscaba, se dibujó en su rostro una enorme sonrisa y reveló una pequeña piedra azul. La piedra brillaba encantadora y sintieron todos en la mesa paz y serenidad, amor y júbilo solo con verla.

-Así es, sé que soñaron con esta piedra, sé que soñaron con una vida prospera y con todo lo que alguna vez han deseado. Ese sueño para uno de ustedes es una premonición, lamentablemente para los otros dos solo será una codiciada fantasía.- Se hizo una prolongada pausa en la mesa, los tres individuos miraban absortos por su brillo la piedra en la arrugada mano del anciano.

-¿Qué debo hacer para que me dé la piedra?- Pregunto el chiquillo mientras se limpiaba las lagañas con sus sucias manos.

-Es muy sencillo- Contesto el anciano, -los estará esperando en la punta de la gran secuoya que sobresale en el bosque, ahí encontraran una cabaña con una puerta blanca hecha de cuerno, y dentro, la piedra sobre un aparador, si logran llegar a ella es suya.  Ah, por cierto, no se apuren en irse, ser el primero en empezar a subir no implica ser el primero en llegar a la cima. Les recomiendo empezar a subir de noche, la oscuridad los guiará paso a paso en el ascenso-. Dicho esto, guardó la piedra en su bolsillo e inhalo una prolongada bocanada de aire.

-Aguarda un momento, ¿Por qué has venido a nosotros? ¿Qué nos hace merecedores de tu supuesta piedra?- Increpó la prostituta.

-Bueno-, dijo tranquilamente el anciano, -Cada diez mil años la piedra cambia de dueño, y ella misma elige quien será su próximo portador. Las visiones que tuvieron son reales, ya les dije, no es una coincidencia que estén aquí. Las almas tortuosas con vidas llenas de sufrimiento y desesperación son las únicas merecedoras del control de la piedra, el pasado determina su futuro. Pero recuerden, ustedes ahora serán puestos a prueba, solo uno se quedará con la piedra-

-Vaya, vaya, eres un viejito muy interesante-, dijo la prostituta, y aprovechando los dotes de una vida entre hombres deslizo rápidamente su mano acariciando el muslo del anciano, empero, su mano se topó con nada más que un bolsillo vacío.

-No es necesario que busques la piedra, y tampoco que intentes tentarme, no conseguirás ni lo uno ni lo otro.

-¿Qué me dice si sencillamente le corto el cuello con mi hacha? La afilé hoy en la mañana- clamó avaro el cazador.

-No lo harás, este no es el momento ni el lugar para que ustedes obtengan lo que ahora tanto anhelan. Me tengo que ir-, dijo incorporándose, -Les deseo la mejor de las suertes, la merecen-.

Habiéndose marchado el anciano se quedaron los tres pasmados en la mesa. La comida no demoro en llegar y prosiguieron a ingerir sus alimentos. El chiquillo engullo su plato hábilmente y habiendo acabado habló: -Me gustaría pensar que lo que dice es verdad, de todas maneras no tengo nada que perder. Les deseo lo mejor y nos vemos en la cabaña-. Luego bajó de lo que para él era una enorme silla, hizo un gesto cordial con la mano y se despidió diciendo –Tengo un par de cosas por hacer, en cuanto termine y se ponga oscuro empezaré el ascenso, hasta pronto-.

Quedaron entonces solos el cazador y la prostituta, debatieron acerca del extraño acontecimiento y, tras unas cervezas y con el estómago lleno, decidieron cada uno que subirían la secuoya, sin embargo, la desconfianza de sus años de vida los llevó a mentirse y decirse el uno al otro que el viejo era un loco y que no había motivos para subir todos esos escalones. Se despidieron alegremente y cada uno se marchó a prepararse para la caída de la noche.

El Cazador

Agobiado por su infructuosa mañana, llevó el cazador a su casa unas cuantas manzanas y mangos que había recolectado. Al abrir la puerta lo saludó la soledad y lo abrazó la melancolía. Su pérdida era reciente y la herida todavía no había sanado. Su amada lo había sido todo pero ahora solo viviría en sus recuerdos. Se tumbó en la cama cuan largo era y cavilo pacientemente acerca de las palabras del anciano: “-Cada diez mil años la piedra cambia de dueño, y ella misma elige quien será su próximo portador… no es una coincidencia que estén aquí. Las almas tortuosas con vidas llenas de sufrimiento y desesperación son las únicas merecedoras del control de la piedra, el pasado determina su futuro…-“. Era claro que no tenía nada que perder, misma razón para no apurarse, así que decidió dormir hasta que cayera la noche.

Se despertó un par de horas después cuando la ventana revelaba la proximidad de la noche. El sol caía parcialmente tras la pequeña montaña norte y teñía la habitación un brillo tenue que demarcaba ligeramente las siluetas de los objetos. Se incorporó lentamente el cazador y llevo las manos a su rostro frotándolo para aliviar el dolor de su espíritu.  Salió al pórtico del patio interior y junto a la tumba de su esposa lloró desconsoladamente mientras rezaba plegarias a un dios que le prestara oído en su padecimiento. 

A eso de una hora más tarde, cuando la luna ya brillaba altiva en el firmamento, tomó su hacha y su cerbatana artesanal, unos cuantos dardos con la punta remojada en sangre de rata y veneno de serpiente, se calzó sus gastadas botas de cuero y se puso sobre sus ropas una capucha que lo protegería del frio. Tomó un par de manzanas y mirando por última vez el lugar donde descansaba el cuerpo de su conyugue salió por la puerta encaminado hacia la secuoya.

El camino fue corto, o al menos así le pareció. El enorme árbol se alzaba imponente ante él. Hasta donde llegaba su visión no empezaba la cabeza del monstruo. Sin prisa buscó las escaleras y al hallarlas su desconcierto fue monumental. Alguien había roto muchas de las primeras gradas imposibilitando la subida hasta unos diez metros más arriba. –Malditos sean, esto debe ser obra del chiquillo o de la prostituta.- Mientras pensaba, sacó de su bolsillo una manzana y la mordió esperando inspirarse. No traía cuerda, ni mucho menos era hábil escalador. Que predicamento le había impuesto su destino.

Justo antes de dar media vuelta y volver a su casa, observo con detenimiento las grandes raíces del árbol donde en algún momento debieron estar las escaleras. Diviso una especie de manchas translucidas casi imperceptibles para el ojo humano. Brillaban con una luz tenue de color azul dada por la mismísima luna. Siendo precavido e incrédulo, se acercó y apoyo una de sus piernas en la primera mancha. Era sólida como una roca. Decidió entonces subir el resto de su cuerpo. Todo parecía marchar bien. Empezó el ascenso un paso a la vez y pronto estuvo en el primer escalón de madera. Todo indicaba que la suerte empezaba a acompañarlo.

Habría subido tal vez unas centenas de escalones y cuando acababa la segunda manzana miró abajo para ver dónde tirarla. ¡No veía el piso! Aterrado, se aferró como pudo a la secuoya. Abajo suyo solo veía nubes blancas cual algodones, flotando de aquí para allá. No recordaba haber subido tanto. –No tengo nada que perder- Sin meditarlo una vez más, dejo caer la manzana y no esperó escuchar su contacto con el césped, miró arriba y continúo el ascenso.

Pasaron un par de horas y otra manzana cuando hubo de parar su marcha. Las escaleras continuaban infinitas hacia arriba rodeando la secuoya como una serpiente, pero dentro del árbol se encontraba un gran agujero por el que penetraba la luz de la brillante luna sobre una puerta de marfil artesanal. –Tal vez sea un buen sitio para descansar- Pensó. Caminó dentro y poco a poco se vio consumido por la total oscuridad. Habiendo caminado solo unos segundos dio media vuelta pero la luz de la entrada ya no brillaba, ahora todo era penumbra. Decidió seguir su camino –No tengo nada que perder-.

Mientras andaba empezó a escuchar un sonido contundente a lo lejos. Al principio no sabía que era, pero paulatinamente el sonido se hacía más audible. –Golpes. No. Pasos- Efectivamente eran pasos, se escuchaban lejos y muy suaves, luego cada vez más cerca y más severos. Sonaba como si gigantescos seres corrieran detrás de él pero al voltearse, solo oscuridad.

La curiosidad y el temor empezaron a crecer cuando llego a su nariz un peculiar olor cada vez más fuerte y penetrante. Al principio fue difícil de reconocer, le era familiar pero no sabía exactamente por qué. Le recordaba algo en su propia esencia, también le recordaba los largos días de trabajo y hasta el amor de su esposa. ¿Qué era ese olor? Gradualmente lo fue identificando hasta percibirlo a un nivel nunca antes conseguido: Olía a sudor, a telas empolvadas, cuero y carne, -Son personas- Pero también olía a acero y… - ¡Pólvora! -

Fue entonces cuando el pánico se apoderó de él. Se sintió realmente perseguido y sin escapatoria. A lo lejos divisó un pequeño rayo de luz y corrió presuroso para huir de la oscuridad. Se sentía ligero y veloz, sus músculos parecían ser increíblemente más fuertes y notó un extraño sabor a hierro en su boca. -¡Sangre!-

Cuando hubo llegado a la luz se encontró en medio de miles de árboles y rocas, sus pies se apoyaban desnudos sobre un largo césped verde y al mirarlos vio unas cortas patas peludas con garras en vez de uñas. No lo podía creer. Se hubiera quedado estupefacto mirándose pero un fuerte sonido rompió su concentración. Sonó como si desgarraran el mundo y luego un silbido que hizo doler sus oídos – ¡Ahí está!- gritaban a lo lejos. Presuroso corrió entre los arboles con una velocidad inimaginable. Su corazón bombeaba sangre con estremecedoras palpitaciones y escuchaba claramente cada uno de los pasos de sus perseguidores. 

En poco tiempo estaba fuera de su alcance y decidió refugiarse en medio de unas piedras que hacían las veces de una pequeña cueva o escondrijo. De nuevo solo… Recordó entonces a su amada y sintió como su alma se rompía nuevamente en mil pedazos. Reconocía el lugar y, aun peor, el momento. Su estómago sonaba estruendoso y se movía provocándole incomodidad. Llego a su nariz un olor tan familiar, olía otra vez a carne y tela, pero también, llegaba a él un aroma a jazmín. Esperó pacientemente a su presa mientras su parte humana derramaba lágrimas y profería lamentos infinitos. Pronto estuvo a su alcance, la veía desde la oscuridad. Una hermosa mujer con un largo cabello castaño, una lozana piel tostada y unos ojos color miel: Deiforme y deleitante figura para bestia y persona. Sin poder controlar sus impulsos abandonó su escondite y se abalanzo sobre ella saciando su alma y haciéndola suya por última vez. Regreso satisfecho pero roto a la oscuridad de la cueva, cerró los ojos y descansó como no lo había hecho en toda su vida.

Cuando despertó se encontraba de nuevo en medio de la voraz oscuridad. A lo lejos se veía un tenue brillo azulado. Cancinamente dirigió sus pasos hacia el lugar –No tengo nada que perder… ya lo he perdido todo-

La Prostituta

Con lerdos pasos se encaminó hacia el burdel en el que trabajaba. Esperaba no tener que atender clientes pues solo quería descansar, pero sabía que con el verano no solamente las cosechas y los bolsillos con monedas crecían en los hombres. -Malditos sean todos; padres, hermanos, esposos, hijos, abuelos, altos, pequeños, blancos, negros, indios, con y sin pelo. Malditos sean- murmuraba al son de su cadente caminar. Lo único que la reconfortaba era la posibilidad de tener que atender a su cliente preferido. Hacia un par de años lo había encontrado sentado en una cómoda silla de madera con una prostituta rubia sobre sus piernas, bebía un tarro de cerveza de malta que le combinaba con sus penetrantes ojos negros, su cabello era largo y ondulado, sus labios finos y su sonrisa admirablemente blanca. Ese día tuvo que hacer el papel de tercera, pero encontró en su cliente un amante ideal, y el en ella una experta en las cuestiones de lujuria.

Pensando en aquel y otros tantos días llegó a su trabajo un tanto excitada. Al entrar por la puerta la recibió su “dueño” -Cámbiate esas ropas, date un baño y perfúmate, tenemos un cliente que busca algo de tu perfil, te espera en tu cuarto en diez minutos- dijo con autoridad. Sin recabar y esperando encontrar a su fogoso cliente hizo como le ordenaron, pero al abrir la puerta se topó con un anciano de prominente barriga y morbosa mirada. Asqueada cumplió con su trabajo que al principio se hizo difícil y luego se convirtió en un grotesco jadear de menos de cinco minutos. Después, el viejo la acarició mientras ella, con su cuerpo desnudo y cubierto por lo que él había dejado, miraba por la ventana del segundo piso el radiante sol. Para sus adentros soñaba porque cambiara la inclinación de la estrella hasta esconderse tras la montaña, entonces partiría en busca de otro viejo. El pensamiento la hizo sonreír, y aprovechando el instante, de buena actitud se despidió del barrigón con un beso en la mejilla.

Con el lento movimiento del sol pasaron otros dos clientes, ninguno lo suficientemente bueno o entregado para que ella sintiera placer, más bien le provocaban náuseas y repulsión. Sin poder aguantarlo un segundo más, acudió a su proxeneta para decirle que no se sentía bien del estómago y que iba al mercado por unas cuantas especias para preparar un té especial. Obtuvo su permiso, subió a su cuarto y en una empolvada bolsa guardó dos piezas de pan y una cantimplora con agua suficiente para la noche. Salió por la puerta delantera y en cuanto el prostíbulo la perdió de vista corrió hacia el bosque. -No lo aguanto más, no soportaré la caída del sol- Se dijo a si misma mientras los arboles a lo lejos se hacían cada vez más grandes.

No fue difícil encontrar la secuoya puesto que solamente debía alzar la vista para verla entre los árboles, imponente y descomunal con su extenso tronco. Llego a ella animada y pensando en que jamás tendría que volver a ver a esos repugnantes seres a los que les brindaba sus servicios. Encontró rápidamente los escalones de madera, pero antes de empezar el ascenso pensó: -Se lo estoy haciendo demasiado fácil a la competencia-, por eso buscó y buscó hasta encontrar un roncante leñador que descansaba con los ojos cerrados y una amplia sonrisa. A su lado había una afilada hacha y con la mayor delicadeza posible la tomó “prestada” para llevar a cabo su plan. Se subió al segundo escalón y desde ahí golpeo repetidamente el primero hasta dejarlo hecho trizas. Luego hizo lo mismo con el segundo desde el tercero y así repetidamente hasta haber dañado al menos dos docenas de escaleras.

Decidió subir con el hacha en la mano -Solo por si acaso- pensó. Tras pasar un par de horas de ascenso con su arma se sintió extremadamente agotada, y entonces se sentó para comer la primera pieza de pan mientras miraba desde lo alto. El sol se estaba escondiendo tras la montaña al norte del pueblo, y bañaba una luz anaranjada todo lo que su vista lograba mostrarle. Era realmente hermoso, los millones de flores de la falda de la montaña, los frondosos arboles del bosque, la gigantesca casa de gobierno, las tabernas, posadas y cabañas; parecían cantar con una melodiosa sinfonía de colores, radiantes, vivos, era casi mágico. Su corazón se llenó de rebosante alegría que pronto se convirtió en tristeza. Había sido su vida una constante decepción, era ella, según su propia opinión (Y la de os que la rodearon en el pasado), una inútil buena para nada, que nunca lograría algo más que conseguir un esposo con algo de dinero para mantenerla junto a sus hijos. Hacia años había abandonado la familia a cambio de su “destino”, la vida en las calles y entre los mendigos le pareció demasiado ardua, y al probar un poco del rico manjar del dinero decidió irse por el camino fácil.

Las lágrimas se precipitaron por sus mejillas y cayeron en la hoja del hacha que reposaba en sus piernas. Miró el afilado objeto y vio en el su reflejo. Su cabello despeinado, su cara pegachenta por la saliva de su ultimo compañero, sus rojos labios hinchados por las mordidas y una cicatriz debajo de su pómulo izquierdo. Recordó como su padre furioso con ella y su inoportuno actuar se la había provocado minutos antes de realizar a voluntad su éxodo familiar, siempre sería para ella la marca de una despedida silenciosa y de un pasado que nunca pudo olvidar. Sintió el desgarrarse de su corazón, dio un trago amargo e irrumpió en desconsolado llanto. Poco a poco los sollozos se convirtieron en un parsimonioso respirar, embotó su pensamiento la frugal oscuridad y la envolvió un sueño profundo.

Despertó cuando el sol empezaba a salir, se encontraba en medio de las raíces de la secuoya, su alma respiraba paz y tranquilidad, inhalo fuerte el aire de la mañana, se incorporó y recogió el hacha que había hecho las veces de consorte en su dormir. La devolvió al lugar exacto donde la había encontrado y se dirigió nuevamente al pueblo, su vida tenía mucho por componer.


El Chiquillo

Con el flamante sol sobre sus hombros, los zapatos recién remendados y el estómago lleno, corrió el chiquillo con sus cortos pazos hacia la pensión en la que se alojaba. Sabía que el casero se iba a enojar cuando lo viera, tenía que encargarse de la limpieza de la cocina junto a otro par de infelices, pero, además, darle las monedas que había robado en la mañana, el problema era que no consiguió sino un par para pagar su almuerzo ayudado de ruegos con ojos llorosos y su cara de muerto de hambre.

Mientras corría observó la casa de gobierno, se diferenciaba del resto de construcciones por sus 3 pisos de cedro finamente moldeado, múltiples ventanales en los dos primeros pisos y un pequeño campanario en el tercero para convocar a las reuniones de los pensadores del pueblo. Posaban agresivos dos leones de madera a lado y lado de la entrada, mostrando los filosos dientes y con las patas arqueadas listos para atacar, fieros y temerarios, severos como la ley misma. El techo estaba compuesto por tejas de ladrillo acomodadas de manera cónica y en la punta descansaba una enorme lechuza con plumas marrones y grises, con su pico apuntando coincidencialmente hacia la secuoya gigante. -Tengo que apurarme o se enojará aún más- Pensó, y agilizó sus pasos rumbo a lo que llamaba casa.

En el día logró escabullirse del casero por algunas cuantas horas, pero luego, mientras botaba unos desechos en el zaguán escuchó su sonora voz:

- ¿Dónde te habías metido? - le preguntó inexorable el enorme señor.

-Estuve en el centro, el día estuvo muy flojo, solo pude sacarle un par de monedas a una señora, pero no encontré nada más, la gente ya no sale a andar, el sol está muy fuerte- Contestó el chiquillo con la mirada baja y subiendo cada vez más la voz, como si eso le diera fuerza a su argumento.

- ¿Estás diciéndome que no tienes mi dinero? ¿Sabes cuál es la regla? Si no me das dinero no puedes dormir aquí…- El silencio se apoderó de la escena, el chiquillo no tenía respuesta. - ¡Responde! - grito el gigante mientras con el revés de su mano derecha propinó una fuerte cachetada al pequeño.

-Me fue imposible, de verdad no había personas, además había muchos guardias- Suplico el pequeño con un zumbido entre sus oídos y el calor del golpe en sobre su pómulo que protegía ahora con ambas manos.

-Espérame aquí mismo, voy por el fierro al establo, lo que necesitas son unos buenos azotes. Si te mueves un solo centímetro será mejor que no vuelvas o te dejaré desfigurado de por vida-

Abandonado tras esta fuerte amenaza miro apocado el chiquillo el cielo a lo lejos. Las nubes estaban escondiendo lo que quedaba de sol, y con la ayuda de la gran montaña relumbraba tenue luz en el zaguán. Comprendió su decisión con solo pensarla y arrancó a correr de nuevo hacia la gran secuoya.

Se detuvo jadeante un par de minutos para beber un poco de agua en el rio cetrino. La luz de la luna y el encanto de la noche hacían brillar las algas con un color tan intenso que embotaban los millones de pensamientos que recorrían la cabeza del pequeño desde haber encontrado al anciano. Su imaginación volaba con danzantes ideas que cabriolaban alegres de aquí para allá y terminaron por agotarlo

-Solamente cerrare los ojos dos minutos- Pensó, y se acomodó lo mejor que pudo sobre una gran roca que sus ojos tomaron por lecho.

Al abrir los ojos nuevamente pudo ver sobre el la enorme y brillante luna acompañada por un millar de brillantes estrellas -Oh no, debe ser tarde ahora- exclamó para sus adentros, se lavó la cara con un poco de agua fresca del rio y encaminó paso veloz hacia la secuoya. Al llegar se encontró con astillas de madera en vez de escalones, pero trepando por las raíces logró llegar a la primera escalera y desde ahí su ascenso se hizo sencillo y monótono. Pasaron las horas y lo cubrieron las nubes blancas acompañadas de un ligero aire que llenaba de fuerza y valentía su corazón. Cada paso que daba lo hacía sentirse más seguro de sus acciones y más feliz por su extraordinaria suerte, no importaba si conseguía o no la piedra, solo quería seguir subiendo esos escalones, apartado de todos y de todo, respirando profusa y lánguidamente, y con cada bocanada, un fervor que lo llenaba de energía e ímpetu.

Habiendo pasado las nubes cambió a su alrededor el panorama. El cielo era negro como una gran mancha, como el vacío mismo, empero, bañado con un rojizo brillo y reconfortante calor. A diferencia de lo que vio cuando estaba junto al rio, esta vez la luna y las estrellas estaban tan cerca que casi podía tocarlas. La luna estaba llena de huecos que hacían las veces de pequeñas cuevas o escondrijos, al menos así lo entendía el, y las estrellas brillaban rojas con enormes llamas de fuego que se consumían unas a otras abrazadas en finos y delicados movimientos. Aunque las escaleras seguían subiendo, una rama del gigantesco árbol se dirigía directamente a la luna. La inquietud e impertinente curiosidad del chiquillo lo obligó a desviarse de su camino y andar directamente hacia lo que ahora parecía un pequeño astro.


La rama lo llevo hasta su destino, y una vez allí llamó su atención una pequeña cueva que brillaba con una tenue luz azulada. Caminó paciente como no lo había sido nunca y llegó hasta una delicada puerta de marfil que abrió con cautela. 

-Buenas noches- Saludó.


Epílogo

El anciano se encontraba sentado en una humilde y cómoda silla que bien podía tener su misma edad, a su derecha un aparador empolvado con el increíble tesoro azul, pequeño, brillante, exiguo y al mismo tiempo imponente. A su izquierda, unos inexpresables ojos amarillos, un pico filoso, unas plumas marrones y grisáceas formaban una figurilla de unos treinta centímetros, posada en una larga vara de roble, que ululaba por lo bajo y movía su cabeza estrepitosamente en pausadas reacciones de curiosidad.

- ¿Vaya sueño eh?... Lo has logrado, he aquí el tesoro que buscabas, aunque no estoy seguro que todavía lo quieras tomar – Dijo el viejo con una sonrisa de oreja a oreja.

-Lamento mi pesimo uso de las normas de presentación, esta que está a mi izquierda es mi querida hermana, actualmente la llaman Athene Noctua pero yo la conozco con el nombre de Fobetor, es muy agradable una vez que llegas a conocerla- Siguió mientras acariciaba las plumas en su cabeza.

-Ahora mismo nos encontramos dentro de otro de mis hermanos, agradezco profundamente a él la ayuda que me brindó para traerte a mis brazos, su nombre es Fantaso, es muy tranquilo, debes ser muy paciente para entenderlo- En ese momento crujieron las ramas bajo ellos con un sonido calmo y paulatino.

-No sé qué pensar, la confusión es dueña de mis pensamientos- expresó el interlocutor del anciano.

-Lo sé- Respondió sin premura el viejo. -Déjame explicarte. Como bien sabrás, mi nombre es Morfeo, soy hijo del sueño y la noche, soy el soberano de los Oniros, líder entre mis hermanos y encargado de todos ustedes los mortales, soy el protector de la oscuridad, el arrullo en el viento y el frio en la noche, amante de la luna y padre de las constelaciones, la pesadez en los parpados, la dicha del lecho y la puerta a la verosímil irrealidad del durmiente-.

-Si eres quien dices, ¿Por qué me has mandado llamar a través de mis sueños? ¿Por qué pusiste en mi camino azares angustiosos? ¿Qué solicitas de mi presencia? Y, ¿Por qué me prometes aquella piedra de inmenso poder? A mí, a un simple mortal-

-Es parte de un pacto, te he hablado con la verdad, cada diez mil años la piedra cambia de dueño. Igual que los mortales, los dioses también tenemos padres, a ellos nuestro deber y responsabilidades, no obstante, a ellos nuestro destino e inmortalidad- afirmó con severidad el viejo hombre. -El universo somos los dioses y los hombres, nosotros manejamos el tiempo, el espacio, los elementos y los eventos que en ellos ocurren, aquello que ustedes llaman Arché… Somos parte de un principio fundamental, que ocurre con y en todos, somos una única rueda que gira y gira a través de cada movimiento que le damos- Hizo una pausa para tomar algo de aire cerrando los ojos e inhalando profundo. -Existir y vivir es simplemente un ciclo, algo de lo que hacemos parte pero no comprendemos. Dentro de diez mil años tendrás que avergonzar a tu padre y sus pregones, develando verdades como esta a seres humanos que en ese momento habiten los verdes parajes bajo nosotros.

- ¿Qué parte del ciclo o que movimiento da al existir el dueño de la piedra? – Preguntó un tanto asustado el interlocutor.

-Ya conoces la respuesta a esa pregunta. He de decirte que temer no solo es de humanos, el poder y las responsabilidades crean miedo, el corazón de los dioses es tan palpitante como el de cualquier mortal, es nuestra voluntad la que define la máxima de nuestra existencia, la razón de ser de cada pensamiento, de cada acción, de cada respirar. No estaría en tus sueños de no ser porque eres la persona indicada para tomar mi lugar-

El silencio se apoderó entonces de la cabaña, pasaron un par de minutos sin que siquiera el viento hiciera sonido alguno. Luego el interlocutor del anciano caminó con paso firme hacia el aparador y tomó la piedra apoyándola con convicción total sobre su pecho. El anciano se irguió, estiro el brazo y la lechuza dio un pequeño brinco hacia él, luego camino con su sonrisa habitual hacia la puerta de cuerno blanca y se despidió con un leve movimiento de la mano.

Hace cientos de miles de años, existió en un remoto bosque una extraña mujer que sembraba muchas dudas en todos los habitantes de un pequeño pueblo contiguo a los frondosos árboles que lo rodeaban. Dicen que vivía dentro de un joven Guacarí, un pequeño árbol indomable que movía sus ramas de un lado a otro con la melodía del silbido del viento. Dicen que lo había sembrado ella misma y lo apodaba el chiquillo. Las personas venían desde lugares lejanos para intentar saquear los supuestos tesoros que allí guardaba la mujer, pero nunca nadie encontró algo más que una pequeña “cueva” inhabitada.

Iba de un lado a otro y se paseaba por el bosque junto a un audaz lobo cazador que la acompañaba fiero a dos pasos de distancia suyo, listo para el ataque y siempre atento de las pequeñas presas del bosque. Los pocos que hablaron con ella dicen que le gustaba mucho aprender de todo y le prestaba mucha atención a cada uno de los pequeños detalles. Poseía singular interés en los hombres de ojos oscuros y cabello ondulado, sin embargo, no entablaba larga conversación con ninguno, acostumbraba a decir algo como “me tengo que ir ahora” y desaparecía antes de la caída del sol…


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